Os dejo hoy con este relato que espero que os guste.
Hablo de la fuerza del amor. De que no existen obstáculos cuando se quiere de verdad a una personas. Trata sobre la Guerra de la Independencia. Siempre la he visto más como una guerra de Napoleón con el resto del mundo. He intentado contarla desde la otra parte. Es decir, desde el punto de vista de los franceses y de aquéllos que fueron aliados de Napoleón.
Espero que os guste. ¡No olvidéis comentar!
Lo he dividido en dos partes.
Si queréis disfrutar de historias cargadas de pasión en pequeñas dosis, éste es vuestro blog.
VOLVERÁS
BURHOU, BAILIAZGO DE GUERSNEY, EN EL CANAL DE LA MANCHA, 1810
Los días pasaban lentamente.
Intentaba no dejarse llevar por la preocupación. A lo lejos, el sonido de los disparos de cañón la sobresaltaba.
Creía estar escuchando gritos de dolor. De gente que caía muerta al suelo.
Cecile trató de tranquilizarse. Estaba lejos del campo de batalla. Ni una sola bala le alcanzaría. Pero eso no era lo que más le preocupaba. Nicholas estaba peleando en el frente.
Cuando Cecile sentía que no podía más, releía las cartas que Nicholas le había escrito. La vida en el frente era muy dura. Nicholas pasaba largas horas caminando.
Poco le importaba a su superior el clima. Caminaba bajo un Sol abrasador. Había estado durante cuatro horas caminando bajo una intensa lluvia. Habían pasado muchas noches a la intemperie, en mitad de fuertes nevadas. Y sin la protección de una tienda de campaña...Pasaban hambre. Pasaban frío.
Cecile y Nicholas se amaban. Se amaban desde siempre. Al menos, así lo pensaban. La realidad era que hacía poco que se conocían.
Pero parecían que se conocían de toda la vida.
Nicholas decía que él y Cecile se habían conocido en una vida pasada. Y que se habían amado de manera intensa. Por diversas adversidades, se vieron obligados a separarse. Pero no habían dejado de amarse. Y se habían buscado a lo largo de aquellos años.
Cecile creía que Nicholas estaba exagerando. Pero, al releer sus cartas, tuvo la sensación de que hablaba en serio. Guardaba aquellas cartas en un cajón de la mesilla de noche de su habitación. Las había atado con un hilo fino. Lo cortaba con las tijeras. Y, cuando acababa de releer las cartas, lo volvía a anudar. Así siempre...Todos los días...
De aquella manera, Cecile no se sentía tan sola. Ni las visitas que le hacía su hermana la distraían.
Porque Nicholas estaba lejos. Porque no sabía cuándo iba a regresar. Porque Cecile tenía miedo.
No debía de dejarse llevar por el miedo. Nicholas le había confesado que él también estaba aterrorizado.
Pero se tranquilizaba pensando en ella. El recuerdo de Cecile le acompañaba a todas horas. Al pensar en ella, el miedo desaparecía.
En el frente, Nicholas cerraba los ojos y el aire le traía el sonido de la voz de Cecile. El pensar en ella era el motor que le impulsaba a seguir. El que le hacía no pensar en lo que estaba haciendo.
-¡Atención, tropa!-gritaba el superior-¡Apunten! ¡Disparen! ¡Fuego!
El sonido del disparo...
Luego...Todo quedaba en silencio. Cuando los disparos cesaban, se hacía el silencio. Lo cubría todo. Más allá de aquella humareda de polvo...De la sangre que cubría la tierra.
Nicholas pensaba en volver a ver a Cecile. Sentía las manos de ella acariciando su pelo. Aún sentía sobre su piel los besos que ella le daba. Sus manos que le acariciaban. ¿Cuándo volvería a estar a su lado? ¿Cuándo volvería a besarla? Saldré vivo de aquí, pensó Nicholas. Pero veía el campo de batalla lleno de cadáveres. Y volvían las dudas a él. Se preguntó si valía la pena seguir luchando.
Los vecinos se quejaban de la presencia de conejos en la isla.
-¡Siempre se están colando en nuestras casas!-protestaban-¡Lo rompen todo!
Cecile tenía a una única criada en su casa trabajando. Le hacía compañía. A pesar de que apenas se hablaban. La mujer tenía la costumbre de cantar mientras hacía la comida. Se sentía extraña viviendo en aquella pequeña isla. Vivía en una casa bastante más grande y lujosa que la casa de sus vecinos. Desde la ventana de su habitación, podía ver cómo los barcos de pescadores se adentraban en alta mar en busca de capturas jugosas. Esas capturas les servirían para mantener a sus familias. Pero el mar era traicionero. A veces, se cobraba la vida de alguna persona. Y casi nunca devolvía su cadáver a la arena de la playa.
Burhou era una isla aislada. Vivían muy pocas personas en ella. Quizás, por eso, había atraído la atención de Cecile. Ya no era una niña. De alguna manera, estaba escapando de sí misma.
Las barcas se encontraban en una pequeña ensenada. Cuando hacía mal tiempo, resultaba imposible para los pescadores que vivían en la isla regresar a sus casas. De noche, a Cecile le costaba trabajo dormir. Escuchaba el sonido del viento en los días en los que soplaba con fuerza. Las olas rugían con rabia. Tenía la sensación de que, en cualquier momento, el mar acabaría llevándose las pocas casas que había en la isla. Y no quedaría nadie.
Una isla...Una isla desolada...Una isla solitaria...Y pocas personas viviendo en ella.
En el pasado, la vida de Cecile había sido muy distinta. La adolescencia la llegó apenas finalizado el periodo del Terror en Francia. Pertenecía a una familia burguesa parisina. Era la mayor de dos hermanas.
Su familia siempre había sido partidaria de la Revolución. Cecile había estado presente cuando ajusticiaron a la Reina María Antonieta. A pesar de que la Reina siempre le había inspirado antipatía, Cecile tuvo la sensación de que no merecía morir. Y, menos, de un modo tan salvaje. Guillotinada en público... Ante cientos de personas que gritaron entusiasmadas cuando su cabeza fue mostrada. Fue un espectáculo horrible. A Cecile le entraron ganas de vomitar.
Años después, se celebró la puesta de largo de Cecile.
La joven recordaba aquellos días de manera vaga y lejana. Recordaba haber recorrido con su madre todas las tiendas de París. Haberse probado centenares de pares de zapatos. Haberse comprado todos los sombreros de Francia. Perdió la cuenta de las veces que tuvo que ir a la modista. Una de aquellas veces fue para que le tomaran medidas. La siguiente vez fue para mirar telas. Todas de colores claros... Blanco...Rosa...
Junto con Cecile, fueron presentadas en sociedad otras jovencitas.
Ella siempre tuvo claro que no era la más guapa de toda la ciudad. Tampoco era la más rica.
Sin embargo, tuvo suerte.
En su primera temporada en sociedad, Cecile conoció a Eduard Dupont. Se trataba de un hombre bastante adinerado.
Corrían muchos rumores acerca de aquel hombre.
Se decía que había sido un contrarrevolucionario. Que apoyaba de manera ciega a los ingleses. Cecile no tardó en ver que todo lo que se decía de Eduard era verdad. Pero aquel hombre la había hechizado de tal modo que no podía ver nada más. Eduard fue el primer hombre que le robó un beso a Cecile. Eso sería algo que ella nunca olvidaría.
-Te quiero más que a mi vida, Cecile-le decía Eduard.
Se veían a escondidas a orillas del río Sena. Eduard besaba a Cecile en la mejilla. La joven sentía que estaba flotando en el aire. Vivía con intensidad aquel primer amor. Eduard, por su parte, se dejaba querer.
-Huyamos-le pedía Cecile.
-No sé bien adónde iremos-se excusaba Eduard.
-¡Vayámonos lejos de aquí! ¡A cualquier parte!
Fue inútil intentar hacerla entrar en razón. Cecile acabó huyendo con Eduard.
Para cuando fueron encontrados, ya era demasiado tarde. Ya estaban casados. Eduard no estaba enamorado de Cecile. Pero eso ella no lo vio en aquel primer momento. Eduard había intentado captar a debutantes más ricas que ella. No lo había conseguido.
Si bien la dote de Cecile no era espectacular, sí le sirvió para pagar sus deudas. Ella no tardó en enterarse. Aún así, pensó que su marido era un hombre honrado. Pagaba lo que debía. Quería confiar en Eduard.
Los años fueron pasando. Cecile se encontró, de pronto, atrapada en un matrimonio sin amor.
De aquella manera, pasaron diez años en la vida de Cecile. Para entonces, fue coronado Emperador del país un joven militar llamado Napoleón Bonaparte. Era terriblemente ambicioso. Desde el primer momento, Cecile desconfió de él. Tenía la sensación de que acabaría echando por tierra todos los principios de la Revolución.
Su matrimonio, mientras, iba a la deriva.
Ella y Eduard habían empezado a discutir. Sin embargo, con el paso del tiempo, dejaron de discutir. Es más. Dejaron de hablarse. Se distanciaron el uno del otro.
Cecile quiso hacer oídos sordos a todos aquellos rumores que hablaban de Eduard. Quería pensar que su marido le era fiel.
En su fuero interno, Cecile se alegró cuando el Emperador sobrevivió a aquel atentado. Ella le vio entrar ileso en el teatro en compañía de la Emperatriz Josefina. A pesar de la poca simpatía que despertaba en ella, era un ser humano. Cecile no le deseaba la muerte. Le aplaudió cuando entró en su palco.
Ella y Eduard no tuvieron hijos. Había pensado que los niños no tardarían en llegar. Pero el tiempo pasaba y los hijos no venían. Cecile se resignó a aquel matrimonio estéril y carente de amor.
Mañana conoceremos el desenlace de este relato.
¡Hasta mañana!
Sabes, Lilian, que me encantan los relatos históricos y me ha gustado mucho cómo llevas de la mano estos hechos que nos resultarán a muchos conocidos y la historia de amor en sí, aunque aquí sabemos que falta tela por cortar, genial. A la espera del final.
ResponderEliminarBesos y felicidades.
Me gusta adentrarme en la época en la que transcurren mis relatos, aunque sean cortos. Creo que es una forma de hacerlos más realistas. Aunque, luego, puedan parecer disparatados.
EliminarLo he dividido en dos partes porque se me hacía largo.
Me alegra de que esté gustando y que estés disfrutando de él.
Espero que te guste el final.
Un fuerte abrazo, Aglaia. Y gracias de corazón por tus palabras.
Me has dejado intrigada, esta historia está muy buena. Me voy por la parte que sigue.
ResponderEliminarUn beso.