jueves, 21 de febrero de 2013

VOLVERÁS

Hola a todos.
Lo prometido es deuda. Aquí tenéis el final de Volverás. 
Espero, de corazón, que os guste.
¡Y también espero no estar cometiendo mucho gazapos históricos!


                Nicholas se hallaba en el interior de la tienda de campaña. No veía el rostro del médico que pugnaba por extraerle del brazo la bala. Le había herido un soldado inglés.
               Por suerte, aquel maldito había tenido mala puntería.
               Nicholas le había disparado a bocajarro en el pecho. Estaba convencido de que le había matado. Pero no tardó en sentir un agudo dolor en el brazo, muy cerca del hombro. La sangre empezó a manar y Nicholas se tambaleó. Se lo llevaron a toda prisa del campo de batalla.
                El combate seguía fuera. Le habían comentado que los suyos estaban perdiendo. ¿Para esto estamos luchando?, se preguntó Nicholas. ¿Por qué ideal estamos peleando? Queremos que la gente sea igual.
                En su fuero interno, sabía que el verdadero motivo también estaba en la ambición. Dos hombres peleaban por sus egos.
                 Wellington y Napoleón Bonaparte...
                 Nicholas ahogó un grito de dolor cuando el doctor le extrajo, finalmente, la bala.
                 No quiero morir, pensó. No quería morir escuchando el sonido de los disparos. No quería morir oyendo gritar de dolor a sus propios compañeros. No quería morir en aquel lugar. Hizo ademán de moverse. Pero el médico le detuvo.
-Tiene que quedarse quieto-le ordenó-Podría sufrir una hemorragia.
                Apretó un paño empapado en agua con fuerza contra el lugar de donde le había extraído la bala. Estaba sangrando. No quiero morir lejos de Cecile, pensó Nicholas. No quiero morir sin verla.
                  Su mente voló atrás en el tiempo.
                   Cuando vio por primera vez a Cecile, Nicholas se quedó sin habla.
                  Tuvo la sensación de que estaba viendo a una sirena. Con la excepción de que Cecile tenía piernas.
                  Enamorarse no entraba en los planes de Nicholas. Había llegado a Burhou buscando olvidar.
-No quiero morir sin ver antes a Cecile-le dijo al médico-No quiero morir aquí porque no puedo verla.
-Cálmese-le exhortó el doctor que le estaba atendiendo-Y estese quieto. Si se mueve, sangrará.

       
                 Repasó mentalmente todas las cartas que le había escrito Cecile a lo largo de aquellos meses de separación. Se sabía de memoria cada una de las palabras que ella le había escrito. Las recitó de memoria para sí mismo.

                  La vida sigue su curso aquí en la isla. 
                  Pero me siento sola. 
                 La falta de noticias me mata. Pienso que te ha podido pasar algo. Que, a lo mejor, has caído en poder de los hombres de Wellington. Y que estés sufriendo por su culpa. 
               Te ruego, mi amado Nicholas, que te cuides. Pienso en ti a todas horas. Sufro por tu ausencia. Me faltas tú en mi vida. Te amo tanto que no sabría qué hacer sin ti. 

-Yo también te amo, mi querida Cecile-pensaba Nicholas.

               El escándalo que Cecile protagonizó en París no tuvo parangón a los ojos de la sociedad. ¿Cómo se había atrevido a abandonar a Eduard? Fue Cecile la que tomó la decisión de romper con todo lo que la ataba a él. Al menos, no habían tenido hijos. Durante diez años, Cecile cerró los ojos. Y no quiso ver que su matrimonio era una farsa.
                 Juliette, su hermana menor, la apoyó y fue idea suya que se refugiara lo más lejos posible de París. De aquella manera, evitaría los cotilleos. Y no tendría que estar viendo permanentemente a aquel cerdo que tenía por marido. A Cecile le pareció buena la idea.
                Por culpa de su marido, había derramado demasiadas lágrimas. Lo había amado de verdad sólo para acabar viéndose despreciada por él. Cecile no lo merecía.
                Pensar en Eduard le hacía daño todavía. A pesar del tiempo transcurrido...
                No quiso escuchar los cotilleos que corrían sobre Eduard y había tratado de pensar que su matrimonio iba bien.
-No eres feliz-observó un día Juliette cuando fue a verla a su casa.
               Cecile apartó la vista de su hermana y se centró en mirar la chimenea del salón. Estaba apagada.
-Amo a Eduard-afirmó.
-Me parece que ya no estás enamorada de él-afirmó Juliette.
-¿Cómo puedes decir tal disparate? ¡Es mi marido!
-Te obligas a ti misma a quererlo. Piensas que es tu deber permanecer atada a él.
-Eduard también me quiere.
-No es verdad. En el fondo, lo sabes.
 -Deberías de pensar más en ti misma. Vas camino de convertirte en una solterona. ¡Aún no te has casado! ¿Y te permites darme consejos?
                  Juliette se echó a reír.
-Eres mi hermana mayor-le recordó-Y nunca me escuchas.
-Y tú eres mi hermana menor-apuntó Cecile.
                  La verdad era que no tenía de qué quejarse. Vivía en una lujosa casa. Muy cerca de la catedral...Tenía un amplio jardín. Podía perderse por el jardín si era su deseo. Su perro, un caniche, la seguía cuando se retiraba a leer al cenador, que estaba en mitad del jardín. Y Eduard era un buen marido.
                     Cecile quería seguir considerándole como el Príncipe Azul. Se había fugado con él. Le tocaba aguantarle.
-Pero decidí no hacerlo-pensaba-Huí de él. Hice lo mejor. Pero me acusan de todo.
                  Entonces, la vida de Cecile cambió. Encontró a su marido en el cenador en compañía de su joven y muy atractiva ama de llaves. La tenía entre sus brazos. Aquello fue la gota que colmó la paciencia de Cecile. Furiosa, entró de nuevo en la casa. Eduard la seguía mientras intentaba abrocharse los pantalones.
-¿Dónde vas?-le preguntó.
-¡Me voy!-le respondió Cecile-¡Te dejo!
-¡No puedes hacer eso! ¡Soy tu marido!
-Pues te repudio. ¿No decimos que somos todos iguales? ¡Pues te repudio yo a ti!
                Eduard intentó retenerla. Pero fue inútil. Cecile estaba dispuesta a protagonizar el mayor escándalo que jamás había habido en la ciudad de París. Poco le importaba.
                Mientras hacía el equipaje, Cecile se juró así misma que no volvería a confiar en un hombre. Eduard le había enseñado que todos los hombres eran unos cerdos y unos mentirosos y ella no iba a sucumbir ante los encantos de ninguno de ellos. Habían muerto. Salió de la enorme casa y lamentó no poder llevarse a su perro con ella. Éste prefirió a Eduard.
                Regresó a casa de sus padres. No quería ver a Eduard las veces que fue a buscarla allí. Sus padres estaban preocupados. Intentaban buscarle un marido a Juliette y la presencia de Cecile en casa se lo impedía. Su hija mayor había protagonizado un gran escándalo cuando se fugó con Eduard e iba por el mismo camino si se negaba a volver a casa con él. Ella no quiso escuchar a nadie. Aún veía a Eduard con el ama de llaves en brazos. Sabía que no era la primera vez que la engañaba. Pero había querido tener los ojos cerrados.
                Habían pasado dos años desde que Cecile abandonó a Eduard.
                 Dos años que habían transcurrido lentamente. Aquel hombre había matado el amor que Cecile le había profesado. Un amor que había sido sincero. Que había sido puro. La mujer había llorado mucho por culpa del desamor de Eduard. La herida que éste le había infringido le dolía. A pesar del tiempo transcurrido...De que ya no le había vuelto a ver. No quería ver a nadie. La sociedad la culpaba a ella de todo. No quería volver a enfrentarse al mundo. Porque sabía que el mundo no le iba a perdonar lo que había hecho. No podía seguir viviendo en una mentira. Por eso, había acabado abandonando a Eduard.
               Juliette tuvo la idea. Le habló de pasar una larga temporada en Burhou, lejos del mundo que la rodeaba.                


                                 En un primer momento, Cecile se opuso a la idea de su hermana. Sin embargo, necesitaba escapar de París. A pesar de que fingía que no le importaban, los comentarios que escuchaba de la gente le hacían mucho daño. Y Eduard vivía muy cerca de la casa de sus padres.
                            Alquiló una pequeña casita en Burhou. Era un lugar bastante acogedor. A los pocos días de llegar a la isla, empezó a sentirse mejor consigo misma. No podía olvidar sus problemas. Pero no vivía tan pendiente de los demás. Los vecinos eran discretos.
                        Finalmente, muy a su pesar, Cecile tuvo que admitir que la idea que había tenido Juliette de que se retirara del mundo durante, al menos, una larga temporada, había sido muy buena. Antes o después, tendría que regresar a París. Pero, de momento, se conformaba con vivir en aquel trozo abandonado. Su Paraíso particular...
                      Y, de pronto, otro hombre apareció en su vida. Nicholas Jancour...
                      No tenía nada que ver con Eduard y, de hecho, era lo más opuesto a su marido que jamás había conocido. Eso le agradó. Era de carácter dulce. Se llevaba bien con todo el mundo. Era generoso. Y, además, era increíblemente apuesto. Sus ojos de color azul turquesa no tardaron en conquistarla. ¡Y eso que Cecile se había jurado no volver a mirar nunca más a un hombre! Pero Nicholas le demostró que no se parecía en nada a Eduard.
                      Era natural de Marsella. Había trabajado como abogado en un conocido bufete de la ciudad. Se había retirado a la isla huyendo de la soledad que le embargaba, aunque, de vez en cuando, seguía yendo a Marsella. No había dejado de trabajar. Intentaba ayudar en todo lo que podía a aquellos que más lo necesitaban. Su mujer había muerto. Tampoco habían tenido hijos y, cuando murió su esposa tras una larga y penosa enfermedad, Nicholas no pudo soportar vivir en la casa que habían compartido y puso tierra por medio. También él se había jurado así mismo que no iba a volver a mirar a ninguna otra mujer. No fue así. Todo cambió cuando apareció Cecile en Burhou.
                    Se enamoró de ella nada más verla. Cecile venía acompañada por un aura de soledad y de misterio que atrajo su atención de manera poderosa. Intuyó que ella también estaba huyendo de algún recuerdo que le hacía daño. Lo podía advertir en su mirada. En cómo evitaba a la gente.
                    Muy a su pesar, fue amor a primera vista. Si bien, a Nicholas le costó trabajo convencer a Cecile de que debía de darle otra oportunidad al amor. En una cala, le robó su primer beso. Finalmente, Cecile le contó su historia a Nicholas. Él se mostró comprensivo y dijo que Eduard era el mayor cerdo del mundo. Que no se la merecía.
                   Juntos pasaron los días más maravillosos que ambos jamás habían vivido. De aquella manera, empezaron a cerrarse todas las heridas que ambos tenían abiertas y se dieron una nueva oportunidad para amar. Y para ser felices.
                   Finalmente, una noche, Cecile se entregó a Nicholas. Fue allí mismo. En la playa...Con la Luna llena en lo alto del cielo como testigo...Los dos acabaron medio desnudos sobre la arena. Nicholas llenó cada centímetro de su piel de besos apasionados. Lamió cada centímetro de su cuerpo. Y se juraron amor eterno.
                   Desde entonces, habían pasado juntos todas las noches. Durante tres maravillosos meses, habían sido marido y mujer. No estaban casados a los ojos de los hombres, pues Eduard vivía. Pero Cecile sí se sentía casada con Nicholas. Había descubierto lo que era el deseo entre los brazos de Nicholas. Se dejaba llevar por los besos que él le daba y se entregaba a la pasión que despertaba en ella.
                 El amor que se profesaban era auténtico. Cecile comprendía que nunca había estado enamorada de Eduard. Sólo se había sentido fascinada por él porque era carismático y ella era en aquella época una debutante inexperta.

-¿Cómo que partes para el frente?-le preguntó un día en la playa Cecile a Nicholas.
                El hombre estaba leyendo atónito una carta que había recibido aquella misma mañana.
-Me obligan a partir la semana que viene-respondió.
               No se podía creer lo que estaba leyendo.
-¡Eso es ridículo!-exclamó Cecile-¡No eres un soldado!
-El Emperador necesita hombres-afirmó Nicholas-Y yo no soy ningún cobarde. Lucharé. Mi honor me obliga a luchar.
-¿Y qué te dice tu sentido común?
-Mi sentido común no habla. Pero mi corazón me pide que me quede aquí contigo. Pero...No puedo, Cecile. No puedo.
               A pesar de las protestas de Cecile y con todo el dolor del mundo, Nicholas se vio obligado a abandonar la isla que se había convertido en su hogar y marchar en dirección al frente, donde le estaban esperando.

                   Cecile intentaba contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos con el recuerdo de Nicholas, que estaba lejos de ella.
                     Salió de su casa aquella tarde y comenzó a pasear descalza por la orilla de la playa. Veía en la distancia cómo poco a poco las barcas de los pescadores regresaban a la playa. Hacía días que no sabía nada de Nicholas. Se preguntaba si le habría pasado algo. Las tropas francesas no estaban consiguiendo nada en España. Pese a que el hermano de Napoleón, José Bonaparte, se había coronado Rey de aquel país.
                    Cecile se detuvo. El mar estaba en calma. Una gaviota se lanzó en picado sobre el agua y no tardó en aparecer portando en su pico un pez que acababa de pescar. Cecile sonrió con aquella imagen. No era muy creyente porque su familia no era nada religiosa. Sin embargo, a su manera, Cecile había rezado por el feliz regreso de Nicholas a la isla. A pesar de su manera de pensar, le repugnaba el que los revolucionarios hubiesen quemado Iglesias y conventos. Cecile respetaba las creencias de las personas. Seguía teniendo fe en la Revolución. Pero había llegado a la conclusión de que ésta había sido dirigida por las personas menos indicadas. Y que gente como Robespierre sólo se querían así mismos. Aún recordaba cómo Robespierre bajó de una montaña disfrazado como un dios de la mitología griega. La gente pensó que se había vuelto loco. Cecile también lo pensó, a pesar de que era una niña cuando ocurrió aquéllo.
                   Nicholas estaba muy lejos de ella. Estaba peleando en una guerra que consideraba injusta. Pero estaba luchando por su honor. Por el honor de su país...Porque Nicholas era tan patriota como lo era Cecile.
                   Pese a que no confiaba nada en Napoleón, al que creía que estaba tan loco como lo estuvo en su día Robespierre.
                     De pronto, Cecile tuvo la sensación de que no estaba sola. Nicholas está conmigo en espíritu, pensó. Si pienso en él, no me siento tan sola porque creo que está a mi lado. El recuerdo de Nicholas había sido su sostén desde que ambos se vieron obligados a separarse meses antes, cuando él tuvo que partir para unirse a un contingente de tropas. Estaba luchando por el Emperador.
                   Estará bien y volverá pronto a casa, pensó.
                   Se echó el chal por encima de los hombros. Tenía frío.
                  Caminaba descalza por la arena de la playa. Al final, decidió despojarse de los zapatos. También decidió quitarse las medias. El caminar descalza mientras las olas mojaban sus pies desnudos le daba una sensación de libertad.
                   Sus padres se echarían las manos a la cabeza si la vieran. Sabían ya que se había enamorado de otro hombre. El escándalo en París sería todavía mayúsculo. ¡Seguía casada con Eduard! ¡Pero se arrojaba a los brazos de otro hombre!
                 En aquel momento, una barca se adentró en la pequeña ensenada de la isla. Nicholas saltó a la arena y buscó a Cecile con la mirada. En casa, pensó. Estaba de nuevo en Burhou y no tardaría mucho en estar de nuevo al lado de Cecile.
                 Durante el tiempo que estuvo guardando reposo, había pensado en ella a cada instante. Tenía que llevar el brazo en cabestrillo.
                 Había tenido fiebre muy alta. Se le había infectado la herida. Y, en su delirio, llamaba a gritos a Cecile.
-¡Cecile!-gritó.
                 La mujer escuchó el grito. Se detuvo en seco al reconocer la voz de Nicholas.
                 Se dio la vuelta y miró por todas partes hasta que sus ojos se detuvieron en la pequeña ensenada. Nicholas estaba allí, con el brazo alzado a modo de saludo. Su otro brazo lo llevaba en cabestrillo. ¡Pero no importaba! ¡Estaba de nuevo allí! El corazón de Cecile empezó a latir muy deprisa.
-¡Nicholas!-chilló.
                    Con el corazón lleno de júbilo, Cecile echó a correr hacia donde estaba Nicholas. Se arrojó en sus brazos. Nicholas llenó de besos el rostro de su amada.
-¡Has vuelto!-gritó.
-Te amo, Cecile-le confesó-Tenía que volver porque te amo.
-Yo también te amo.
-Nada ni nadie me volverá a separar de ti. ¡Te lo juro!
                   Nicholas buscó los labios de Cecile. Los dos se fundieron en un apasionado beso. Nunca más volverían a separarse. Estarían siempre juntos. El amor que se profesaban no acabaría nunca.

FIN

2 comentarios:

  1. Felicidades, Lilian, muchos aplausos, has sabido llevar una historia corta muy completa, con muchos emociones, en una época muy especial y de forma maravillosa, muchas gracias por compartirla con nosotros.

    Besos.

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  2. ¡Aaah! (valen por suspiros), que linda historia, un buen final para una bella historia. Bien por Cecile y Nicholas, la decisión de luchar contra la adversidad les dio el tiempo y el lugar para encontrarse.

    Un beso.

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