lunes, 7 de octubre de 2013

AMOR AMARGO

Hola a todos.
Aquí os traigo la segunda parte de Amor amargo. 
Se trata de una historia más bien cortita que me gustaría ir subiendo esta semana, si puedo.
Me alegro muchísimo de que os esté gustando.
Esta parte es la que he escrito. Entramos de lleno en materia.

                            Horas después, un vecino golpeó con fuerza la casa de los Rodríguez. Olga y sus padres salieron al recibidor. A Olga se le paralizó el corazón al ver que el vecino cargaba entre sus brazos el cuerpo inerte de una joven.
-¡Es Sara!-chilló.
                           Estuvo a punto de desmayarse al verla. Por lo que el vecino les contó, el caballo en el que iba montada Sara se encabritó. Su hermana no pudo dominarlo. Acabó volando por los aires y cayó al suelo. La sangre corría a borbotones por su cara.
                    No la dejaron entrar en la habitación de Sara. Un criado salió corriendo a buscar al médico.
-¿Qué ha pasado, señorita?-le preguntó una criada-¿Qué le ha ocurrido a la señorita Sara?
-No lo sé-respondió Olga.
                     El corazón de Olga latía de un modo desbocado.
                     Había visto a su hermana. Se le había caído el alma a los pies al verla.

 

                      No, pensó.
                      Sara no podía morir. Sara era joven. Estaba llena de vida. ¡Aquel ser sin vida que había traído el vecino no podía ser su hermana Sara! Olga rompió a llorar.

-Tienes que comer-le dijo Olga a Sara-¿No ves que si no comes no te pondrás bien?
-No tengo hambre-contestó la joven.
-No has probado bocado desde hace días.
-¿Sirve acaso de algo que coma?
                      Sara miró con asco el cuenco de sopa que sujetaba Olga con las manos.
-Servirá para que cojas fuerzas.
                      Había pasado un mes desde que Sara sufrió aquel fatídico accidente. Había sido el peor mes en la vida de la familia Rodríguez. Pero lo que vendría después sería aún peor. Sara luchaba por no echarse a llorar. Y Olga luchaba por ser fuerte. Pero no podía.
                    Durante tres días, Sara no reaccionó. Permaneció inconsciente.
                    Luego, tuvo fiebre. Pasó una semana con una fiebre muy alta. El doctor Quesada la bañó en agua fría. Le administró toda clase de líquidos. Lo hacía para bajarle la fiebre sin necesidad de recurrir a la sangría. Decía que una sangría podía matar a Sara. La joven se encontraba muy débil.
                    Luego, abrió los ojos. Intentó sentarse en la cama. No pudo hacerlo. No sentía nada de cintura para abajo. Presa de un ataque de pánico, Sara empezó a chillar como una loca. No podía mover sus piernas. No las sentía. Sus padres y su hermana rodearon su cama.
-Cálmate, hijita-le pidió su madre-Tienes que estar tranquila.
-¡No puedo moverme!-sollozó Sara-No siento nada. ¿Qué me ha pasado?
                   Un criado fue en busca del médico. Éste había acudido hasta cuatro veces al día a ver a Sara. Ya había sido muy claro con los padres de la chica. Podían haberle quedado secuelas a consecuencia del accidente. Rara vez fallaba.
                   El médico llegó enseguida con el criado. Olga fue expulsada de la habitación de su hermana.
-Será mejor que te quedes en el pasillo-le indicó su padre-Nosotros ya te contaremos.
-Pero...-balbuceó Olga.
                   Se vio en el pasillo. No tuvo tiempo ni de protestar. El médico la miró con pena. Veía que estaba muy unida a su hermana.
-Sara...-balbuceó Olga.
-No te preocupes-le dijo su madre-Sara se pondrá bien.
                       El médico, el doctor Quesada, miró a su paciente. La sangre había sido lavada un poco y su cabello rojo se extendía sobre la almohada. Su barbilla tenía una singular forma puntiaguda. Sus enormes ojos estaban cerrados. Sus facciones eran perfectas. Su cuello era largo, igual que el cuello de un cisne. Era una joven muy atractiva.
-El hombre que la encontró dijo que el caballo la había tirado-le explicó la señora Rodríguez-Mi hija es una excelente amazona. Pero le gusta ir al galope. Saltar troncos tirados en el suelo.
                       Olga supo que su madre se equivocaba cuando le dijo que Sara se pondría bien. Era una sospecha. Se paseó de un lado a otro del pasillo con nerviosismo. Se encomendó a la Virgen de Gracia. Había una Ermita en la isla consagrada a ella.
                    Los domingos, la familia Rodríguez iba a la Misa que se celebraba allí. Sara no paraba quieta durante la Misa. No veía la hora de salir de la Ermita.
                    Le hablaba a Olga.
-No soporto esto-le decía-Parezco una viuda.
                    Las dos hermanas y su madre solían ir a la Ermita vestidas de negro.
                    Se cubrían sus cabezas con un velo.
                    En la Ermita, habían coincidido con el doctor Quesada. Éste se sentaba en el banco de al lado.
                    Se había fijado en las hermanas Rodríguez.
                    Le parecían dos jovencitas muy interesantes. Pero era Olga quien más llamaba su atención.
                    La veía como ausente de todo. Sujetaba con fuerza su rosario. Leía las oraciones de su misal. Pero no parecía humana. La veía vestida con su vestido negro.
                     Tenía la sensación de estar viendo a un fantasma.
                    La angustia se apoderó de Olga. ¿Por qué Sara no puede sentir nada de cintura para abajo?, se preguntó. Luchó por no echarse a llorar. Era lo que menos le convenía a su hermana. Debía de ser fuerte por ella. Sara la necesitaba. Todo irá bien, pensó. Antes o después, vería a su hermana trepando a los árboles del jardín. Antes o después, Sara volvería a salir corriendo a la calle. Como hacía siempre.
                    Escuchó al médico hablar con sus padres. Por lo visto, cuando el caballo tiró a Sara al suelo, no sólo se golpeó en la cabeza. También se golpeó en la columna vertebral. El corazón de Olga se encogió al escuchar las palabras del médico. Sara no volvería a caminar. Su hermana sufrió un fuerte ataque de nervios. Costó mucho trabajo tranquilizarla.
-¡Me quiero morir!-sollozó Sara-¡No quiero seguir viviendo!
                      Los días que siguieron fueron una pesadilla. Sara no terminaba de asimilar lo que le había pasado.
-¡No tienes ni idea de lo que estoy pasando!-le espetaba a Olga-¡No puedo moverme! ¡No soy capaz de levantarme de esta maldita cama!
                       No quería comer. Se pasaba todo el día llorando. Ni sus padres ni Olga eran capaces de consolarla. Se sentían impotentes. El señor Rodríguez consiguió una silla de ruedas. De aquel modo, Sara podría salir de la habitación. Olga y ella podrían dar paseos por la isla.
-¡Los vecinos me mirarán con lástima!-se escandalizó Sara cuando su padre le mostró la silla de ruedas.
                         Aún así, su padre la ayudó a sentarse en la silla de ruedas. Al verse sentada, Sara rompió a llorar.
-¡No quiero que nadie me vea!-exclamó-¡Quiero estar sola!

                        Poco a poco, Sara fue aceptando salir al jardín a pasear en silla de ruedas.
-Te conviene tomar el fresco-le decía Olga.
                       Aquella tarde, las dos hermanas se encontraban en el jardín paseando. Sara sentía cómo las lágrimas corrían abundamentemente por sus mejillas.
-Ya no podré salir nunca más de aquí-se lamentó la joven.
                    Sus pretendientes, aquellos mismos que iban a visitarla y le dedicaban poemas de amor, se habían esfumado. Aquellos galanes que besaban sus manos no se habían interesado por ella en ningún momento.
-¿Por qué no me he muerto?-le preguntó a Olga-¿Por qué sigo viva?
-Ha sido la Voluntad de Dios que sigas viviendo-respondió su hermana-No pienses lo contrario. La Virgen de Gracia te ha concedido una segunda oportunidad.
-Pues Dios y la Virgen de Gracia debieron de haber hecho un milagro conmigo. Debí de haber muerto en aquel accidente.
                     Olga decidió sacar a su hermana del jardín. Los ojos de Sara se volvieron a llenar de lágrimas.
                      Recordaba los paseos que daba a lomos de su caballo por el bosque de eucaliptos de la isla.
-Entonces, yo era feliz-le aseguró a Olga.
                          Era un domingo por la tarde. Los vecinos permanecían en sus casas. Hacía bastante frío. Además de llevar la capa encima de los hombros, una manta tapaba las piernas de Sara.



-No me gusta ir en esta silla de ruedas-se sinceró la joven-¡Quiero levantarme! ¡Quiero correr hasta la playa! ¡Es lo que hacía antes!
                    Olga respiró hondo. Le dolía ver a Sara en aquel estado. Le dolía verla incapaz de levantarse de aquella silla de ruedas. Quería verla de nuevo en pie. Corriendo, como hacía antes.
-Nunca me casaré y tú tampoco te casarás-prosiguió Sara-Nuestros padres no vivirán eternamente. Y, por mucho que me duela, tengo que depender de ti. Cuidarás de mí.
-Siempre cuidaré de ti-le aseguró Olga.
-Te lo agradezco.
                      Sara se sintió mejor. Olga nunca la abandonaría. Permanecería siempre a su lado. De aquel modo, su invalidez sería más llevadera.

                       El doctor Rodrigo Quesada era el único médico que había en la isla.
                       El caso de Sara Rodríguez le preocupaba mucho.
                       Iba a visitarla dos veces al día. Cada vez que la veía, salía de la habitación con el corazón desgarrado. Sara siempre estaba de mal humor. Le contestaba mal y su presencia en su cuarto la enfurecía.
-Viene a burlarse de mi desgracia-le espetaba nada más verle-¿No es cierto?
                     El doctor Quesada, en vano, intentaba explicarle que sólo quería ayudarla. Pero Sara no parecía estar dispuesta a dejarse ayudar.
-¡Soy una inútil!-se lamentaba-¡Jamás volveré a caminar! ¿Por qué viene a verme?
                      En una de aquellas visitas, el doctor Quesada encontró a la hermana mayor de su paciente, a Olga, sentada en el último escalón de la escalera. Veía una profunda pena y una gran resignación reflejadas en aquellos ojos.
-Dígame si mi hermana se pondrá bien algún día, doctor-le pidió Olga.
                    El doctor Quesada se sentó a su lado en el último escalón.
-Las lesiones que tiene su hermana son muy graves, señorita Rodríguez-le explicó.
                 


-Le ruego que disculpe a mi hermana, doctor-dijo Olga-Ninguna de las dos quiere admitir la gravedad de sus lesiones. Mis padres...Ellos también piensan que Sara volverá a caminar. Y yo quiero ser optimista. Pero...
-¿Es usted creyente, señorita Rodríguez?
-Soy creyente. Y también soy devota de la Virgen de Gracia.
-Entonces, rece mucho. Su hermana lo necesita.
                      El doctor Quesada admiraba a Olga. Su apariencia era muy frágil. Había algo en aquella muchacha que llamaba poderosamente su atención. El doctor Quesada tenía treinta años. Su vida era su profesión. No se le conocían amoríos. Había tenido unos pocos romances a lo largo de su vida. Romances que creyó que acabarían en boda. Pero la boda nunca llegó.
                    Olga llevaba su rubio cabello recogido en un moño de estilo clásico. Hasta la isla de Tambo habían llegado las nuevas modas. El cabello de Olga era de color rubio muy claro.
                      Las facciones de la joven eran perfectas. Adorables...
                      Su rostro tenía forma de un óvalo perfecto. Su frente estaba despejada. Y sus ojos eran grandes y de color azul cielo.
                       Era una joven preciosa. Pero el doctor Quesada veía algo más allá de su belleza física. Veía que Olga era mucho más fuerte de lo que aparentaba.
-Doctor Quesada...-dijo Olga-Le agradezco sinceramente todo lo que está haciendo por mi hermana. Y le aseguro que Sara también se lo agradece. Le ruego que le dé tiempo.
-Su hermana está viviendo un auténtico Infierno-admitió el doctor Quesada-Con su ayuda y la ayuda de sus padres, saldrá adelante. Yo puedo aportar mis conocimientos científicos para intentar ayudarla. Pero me temo que no puedo hacer mucho más por ella. Me siento impotente.
-Es usted un buen médico, doctor.
                          Rodrigo no supo el porqué obró así. Cogió la mano de Olga y se la besó con devoción.
-Se lo agradezco-le dijo.
                          Olga le dedicó una sonrisa tímida. Era la primera vez que el doctor Quesada la veía sonreír. Y le pareció que su sonrisa era cautivadora.

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